jueves, 20 de diciembre de 2012

LAUDELINA (Escrito por Ramón Muñoz Yanes)



Es medianoche y el huracán alcanza su mayor intensidad. Hace apenas dos horas, escuchó el gran estrépito de lo que parece ser el derrumbe de la parte delantera de la casa, pero desde su refugio no puede apreciarlo. Antes de que oscureciera y alertada por las noticias, de que el fenómeno meteorológico alcanzaría de lleno el poblado, se instaló a duras penas en la cocina, único sitio de la casa, con el techo y las paredes de mampostería.

Dos días antes, había pensado en esta parte de la casa como protección en caso extremo y además de reforzar su única ventana, aseguró las puertas con maderos conseguidos en una carpintería próxima. Instaló, junto al fregadero, un pequeño catre, velas, frazadas, algo de comida y su inseparable VEF, una vieja radio importada de la extinta Unión Soviética. La mayor parte del pueblo fue evacuada, por la proximidad al río y el antecedente de otras inundaciones, pero al estar su casa enclavada en la única colina, decidió quedarse para velar por sus pertenencias. Todo lo que le queda está ahí, en el viejo caserón de madera y techo de tejas.

A través de una ranura de la puerta exterior, puede ver a ratos a la luz de los rayos, la única compañía que le queda de su familia. Un enorme árbol de aguacate que sembró su difunto esposo, cuando nació el mayor de sus tres hijos, porque la minúscula perra que tiembla junto a ella con los incesantes truenos, fue el regalo reciente de una vecina. El aguacate resiste como puede las rachas de más de ciento ochenta kilómetros por hora, que ahora se abaten sobre el pueblo, acompañadas de una lluvia intensa desde hace casi diez horas. Laudelina aprecia el aguacate no solo por su valor sentimental, sino también económico. Su paupérrima pensión de ochenta pesos, apenas le da para vivir, pero la venta anual de los frutos del aguacate, son un extra de ingresos que le permite comprar en el mercado negro y salvar con cierta comodidad, la preocupación de la menuda porción del racionamiento gubernamental de alimentos. Al principio los vendía ella misma al menudeo, pero desde hace dos años, un comerciante le compra por anticipado toda la producción del árbol y de esta forma, ella no tiene que preocuparse por nada. Por eso, a ratos observa a través de la rendija su fuente de ingresos, que soporta, a duras penas, las rachas cada vez más intensas del huracán. Bajo el aguacate, un oxidado tiovivo, que ha perdido todas las partes de madera por la humedad del trópico, le recuerda la infancia de sus hijos, una hembra y dos varones. De ellos, solo conserva un álbum de fotografías que también se trajo al refugio. Hace diez años que se fue el último, el más pequeño, con los dos únicos nietos que le quedaban. Los tres hijos viven en Miami y la única que ha decidido quedarse es ella. Los hijos tienen todo su derecho a abrirse paso en la vida y vivir mejor, pero ella no puede dejar a Antonio solo, en el cementerio. Cada domingo, se permite la larga caminata hasta el otro lado del río y almuerza junto a su viejo, al que además le cuenta los últimos sucesos del pueblo y lee las cartas de los hijos. A la tenue luz de la vela, hojea el álbum y se detiene en una fotografía donde están todos. Un domingo, donde como de costumbre, ella les preparaba un arroz con pollo que se chupaban hasta los dedos. La foto fue tomada unos tres meses antes de que un repentino infarto, acabara con la vida de su esposo. Les observa sonrientes y abrazados alrededor de ella. Acaricia la imagen y con discreción limpia una lágrima de la mejilla, como si la pequeña perra junto a ella fuera a reprochárselo. A veces piensa lo bueno que sería poder guardar abrazos como fotografías, poder sentirlos a gusto cuando hagan falta, como ahora.

Recostada en el catre, no percibe que casi un centímetro de agua fangosa se esparce por la cocina. No es hasta que intenta levantarse para vigilar el aguacate, que en vez de con las chancletas, contacta con la fina capa de agua que invade su refugio. Una de ellas, flota junto a la puerta y no puede evitar una sonrisa. Su hijo Ignacio, el más pequeño, se las hizo apenas unos meses antes de irse. Con un viejo tablón que encontró junto al río, las modeló y con unos pedazos de caucho de un neumático les añadió unas suelas, que el mismo tildó que proporcionaban el mejor frenado del mundo. – Vieja, las suelas son de una goma Good Year, así que dispone usted de todo un lujo. Incluso si un día quiere irse con sus hijos, con esto camina hasta por arriba del agua. – fueron sus palabras exactas. Tenía razón Ignacio, las chancletas flotan con elegancia, casi como un yate de esos que vio una vez en Varadero, en su luna de miel.

El huracán arrecia. Las rachas superan los doscientos kilómetros por hora. Lo escucha en las noticias que se permite sintonizar durante unos minutos, para ahorrar las pilas de la radio. El nivel del agua casi alcanza la colchoneta del catre. No tiene otra opción que colocar sus escasas pertenencias, sobre la meseta de la cocina. Dentro de poco amanecerá y quizás amaine el temporal, piensa, cuando un estruendo sobrecogedor la sorprende. Mira por la ranura de la puerta y es el aguacate que se ha rendido al viento. Ha faltado poco para que cayera sobre la cocina y a la luz de un relámpago aprecia que el patio y todo lo que alcanza la vista, está bajo el agua. El río ha superado el nivel de toda inundación conocida y amenaza con inundar la pequeña colina. La perra se acurruca entre sus brazos, quizás presintiendo lo grave de la situación. El agua sube centímetro tras centímetro, apoderándose de todo cuanto tiene a su alcance. En breve supera el nivel de la meseta. Laudelina queda a oscuras tras el naufragio de la vela y solo atina, a mantener a salvo, a la perra y el álbum de fotos. Con sus años no podrá alcanzar el techo de la cocina, más ahora que tirita de frío con parte del cuerpo en el agua. Tras la vela, la radio VEF soviética hace honor a su origen ruso y persiste emitiendo noticias, hasta que superada por el agua se escora, hasta hundirse.

Ya nada tiene sentido, si el agua ha alcanzado la colina, hace mucho que tuvo que haber invadido el cementerio y llevado consigo, todas las estructuras por la barranca. Tal vez, hasta los más recientes féretros, hayan sido arrastrados por la corriente y naveguen en busca del mar, consecuentes con la tendencia de los más jóvenes de las últimas décadas. Irse del país y dejarlo todo atrás. Todos, sus hijos, sus nietos y ahora, hasta el aguacate, le han dejado. Ya solo espera que el agua se encargue del resto de su escuálido cuerpo, del que ya no sabe si está hecho a base de músculos y huesos, o de ausencias y lejanías.

El nivel de la riada aumenta. Logra sentarse sobre el viejo refrigerador, allí al menos se mantiene seca. Nota la claridad del amanecer que pugna con el agua por inundar el refugio. Y es cuando percibe realmente el alcance de la tormenta, el nivel del agua supera el metro veinte. A través de las hendiduras de la puerta que da al interior, solo vislumbra un amasijo de tejas y tablones carcomidos por los años, que cubren lo que antes fue su casa. Recuerda una frase del esposo, de que el pozo de la miseria no tiene fondo, siempre se puede estar peor. En apenas una hora amanece completamente y el agua, ha ganado unos diez centímetros más de terreno. Coloca el álbum de fotos entre su pecho y la perra, mientras dice en un susurro, como si el asustado animal la entendiera: <>. En la última media hora, tras sentir un leve balanceo del refrigerador, sabe que de un momento a otro, el agua puede hacerlo caer y tendrá que hacer un esfuerzo inmenso para intentar subir a la meseta. El agua supera el metro cincuenta centímetros de altura y ella, que apenas, mide algo más, sabe que puede ser el fin si se golpea en la caída. Decide subir la perra y las fotos, al pequeño estante donde guarda la loza y dos copas que conserva de su boda, una de las pocas cosas que se ha resistido a vender, con el paso de los años. Otro balanceo y sabe que todo acabará pronto. Se dispone a pasar a la perra al estante, cuando escucha un grito: ¡Laudelina!

Al principio cree que es una alucinación, pero siente una voz potente que grita otra vez su nombre. 

—Aquí – grita como puede, por los temblores. Apenas un minuto más tarde, la ventana es arrancada y asoma la cabeza de un joven.

—Carajo, pensamos que no la encontraríamos. Vamos rápido, mi vieja, que esto no va a acabar y dentro de poco no quedará nada a salvo del río.

—Ay, mi hijo – solo atina a contestar en voz baja.

A duras penas le suben en la lancha de rescate, después de la perra y las fotos, mientras le cuentan que gracias a una vecina que les comentó que ella se había negado a evacuarse, regresaron donde pensaban no había nadie. Desde la embarcación y bajo una gruesa manta que le proporcionaron, contempla el desastre, el pueblo ha sucumbido en su totalidad. De regreso al punto de evacuación, abraza la perra y otra vez, guarda el álbum de fotos entre su pecho y la perrita. El joven bombero, al que Laudelina reconoce cierto parecido con su hijo mayor, pregunta.

—¿Y esos papeles, mi vieja?

—Son mi familia, hijo. Así no pasan frío.


Autor: Ramón Muñoz Yánes

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