miércoles, 29 de diciembre de 2010

MINITA (Relato)

A menudo, cuando me siento ante el teclado de la computadora, viene a mi mente el recuerdo de Minita. Vivía junto a nuestra casa en Santos Suárez, un barrio de La Habana, donde transcurrieron los años más felices de mi infancia y juventud.

Minita era una de esas escasas vecinas, que en vez de pasar el día detrás de las persianas, espiando la vida de los vecinos, pasaba el tiempo buscando la manera de hacer algo útil por los demás.

En su juventud había sido la propietaria de una academia de mecanografía en su ciudad natal, en el interior de la isla, donde había impartido clases de mecanografía y taquigrafía a decenas de personas, durante muchos años. Por aquella época, se casó, tuvo dos hijos y un día a su esposo se le presentó una magnífica oportunidad de trabajo en la capital y decidieron vender la academia para mudarse a La Habana. Al llegar allí, se instalaron en la casa contigua a la nuestra.  

Yo tenía apenas 10 años cuando la conocí, para entonces ya ella era abuela, habían transcurrido muchos años desde la venta de su academia, aunque, de cualquier manera, ya en Cuba no se podían tener negocios particulares, pues en ese entonces, todo estaba en manos del estado. Pero Minita aún sentía un gran amor por su profesión y extrañaba los tiempos en que la ejercía.

Desde el principio, ella me ofreció sus servicios como profesora, aún conservaba un par de máquinas Remington sobrevivientes de su antigua academia y estaba segura de que podría convertirme en una mecanógrafa con todas las de la ley. Lo cierto es que yo nunca le puse mucho interés a su oferta y fue pasando el tiempo. Terminé mis estudios primarios y ella siempre continuó reiterándome que cuando yo lo decidiera, ella estaría dispuesta a darme clases de mecanografía.

Me encontraba cursando los estudios secundarios y estaba decidida a hacer una carrera universitaria para convertirme en una profesional, por lo cual nunca creí importante estudiar mecanografía, pero fue tanta la insistencia de Minita, que finalmente accedí a recibir sus clases, lo hice más pensando en darle una satisfacción a ella, que en mi propio beneficio.

Nunca quiso cobrar ni un centavo, sin embargo, me enseñó todos los secretos que debe conocer una mecanógrafa, no escatimó su tiempo y sus esfuerzos para darme una excelente instrucción en ese oficio. Por mi parte, puse todo mi interés en captar a cabalidad sus enseñanzas y llegué a convertirme en una mecanógrafa muy diestra, de aquellas que usando todos los dedos y sin mirar el teclado alcanzaban una velocidad inusitada. No es por presumir, estoy siendo fiel a la realidad al decir que todos se quedaban asombrados cuando me veían en plena labor frente a una máquina de escribir.

Los años pasaron, terminé mis estudios universitarios y alcancé mi título de Licenciada en Historia del Arte, logré ocupar una plaza de profesora en la Escuela Nacional de Instructores de Arte y me sentí plenamente realizada como profesional. Después me casé y tuvimos nuestro primer hijo. Mi felicidad era completa, tenía todo lo que había deseado, no aspiraba a más, pero ese sentimiento de satisfacción duró muy poco tiempo.

Cuando mi bebé tenía apenas tres meses, sucedió lo que en Cuba y en el mundo se conoce como el "éxodo del Mariel". Muchas personas que residían en los Estados Unidos tomaron sus embarcaciones y se dirigieron a Cuba para tratar de rescatar a sus familiares de la isla. Entre aquellos miles de personas que llegaron a las costas, se encontraban los tíos de mi esposo que querían sacarnos del país

Mi esposo y yo estábamos ajenos a este hecho, sin embargo, de alguna manera, la noticia llegó antes a la escuela donde yo trabajaba como profesora y recibí una llamada telefónica a mi casa, los dirigentes de la escuela me avisaban que tenían información de que íbamos a abandonar el país y por ese motivo me consideraban traidora a la Patria, así que desde aquel momento yo estaba expulsada deshonrosamente de mi trabajo. También me informaron que ya estaban en camino dos ómnibus llenos de alumnos y profesores del plantel que me iban a hacer un "acto de repudio".

En pocos minutos descendieron de los ómnibus las hordas enardecidas de odio, todos armados con palos, dispuestos a desbaratar todo a su paso. Rompían las ventanas, golpeaban las puertas, rayaban las paredes, subían a la azotea, pintaban letreros en todas las fachadas de la casa, tiraban huevos, en resumen, hicieron todo tipo de destrozos, sin detenerse a pensar que en nuestra casa había un bebé recién nacido que gritaba aterrado por los ruidos que hacían los salvajes usurpadores que rodeaban la casa.

Cuando ellos se fueron, la casa quedó devastada, como nuestras ilusiones. Yo había sido expulsada de mi trabajo por oposición política y eso en Cuba significaba que no podría ejercer mi profesión por el resto de mi vida.

Al día siguiente nos presentamos en la oficina de inmigración, pero no nos autorizaron a salir del país, porque mi esposo tenía edad militar y no había cumplido el Servicio Militar, así que tendríamos que seguir viviendo en Cuba por varios años, pero yo no podía ni siquiera soñar en volver a ejercer mi título de Licenciada en Historia del Arte, nunca más podría trabajar en una escuela, una revista, un museo, una editorial, una biblioteca, o un centro investigativo. Mi vida profesional estaba acabada.

Comencé a buscar trabajo, lo cual, en aquellas condiciones, resultaba una tarea muy difícil. Después de varios meses dando tumbos, me avisaron que había una plaza vacante en una fábrica de gas. Cuando llegué al lugar, el Jefe de Recursos Humanos me dijo:

—Lo único que tenemos disponible es un puesto de Secretaria de Calificación ''A" y eso requiere una gran destreza en mecanografía. No sé si usted estará calificada.

Sin pensarlo dos veces, le contesté:

—Estoy lista para someterme a una prueba.

Me condujo a una oficina donde la Secretaria Ejecutiva de la empresa me esperaba para probar mis habilidades. Me indicó una máquina de escribir y me senté frente a ella, introduje el papel, giré el rodillo y coloqué mis manos sobre el teclado. Solo fue necesario que escribiera dos líneas. Inmediatamente, escuché a la Secretaria Ejecutiva que le decía al jefe:

—Mr. Pérez, no cabe duda, la muchacha está calificada para la posición.

En ese momento pensé en Minita y mis ojos se humedecieron. Gracias a su insistencia por enseñarme y a lo que aprendí con ella, pude conseguir el trabajo que me sirvió para ganarme la vida y poder alimentar a mis hijos durante los quince años que tuve que permanecer en el país. Nunca pude agradecerle personalmente lo que había hecho por mí, porque lamentablemente la buena señora ya se había ido de este mundo.

Por eso hoy quise dedicarle estas líneas como un sentido homenaje y una manera de hacerle saber donde quiera que esté, cuán importante fue su bondad, su esfuerzo desinteresado y su dedicación para mí y para mi familia.

El mundo sería sin duda un lugar mejor si existieran muchas Minitas.

© Miriam De La Vega

 



1 comentario:

  1. Muy bello relato Miriam , como siempre , haciendo gala de tu magia para hacer estas bellas narraciones ,sin faltar ,ni sobrar nada ,solo lo necesario para que el lector se enamore de lo que esta lellendo hasta el final de la historia ,Minita ,donde quiera que este , deve estar muy contenta al saber que tu, le estas haciendo honor a sus enseñansas para con tigo, y que la recuerdas con tanto cariño.
    Secundino Vega.

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